Desamor correspondido
–
No la quiero y creo que no podré quererla nunca – Dijo mi madre a mi
abuela el mismo día que volvimos del hospital y mientras me acunaba con
asombrosa frialdad.Mi
abuela, que no profesaba simpatía alguna hacia mi madre (razón por la
cual me contó este episodio) la miró con un profundo desprecio y a mi,
con una piedad infinita. Mi hermana mayor había fallecido cuando tenía
dos años y mi madre jamás había podido superar su ausencia y menos aún
entenderla.
Se
juró que no tendría más hijos, pero a veces Dios hace oídos sordos a
nuestros deseos y me dejó en su vientre que no tuvo más remedio que
cobijarme, pero que jamás fue un hogar. La muerte de mi hermana había
desbaratado el débil equilibro en el que ella se había manejado siempre.
Como
un malabarista a quien uno de los planillos se le cae, quedó sin saber
cómo seguía el acto que estaba representando en esta vida. Muy a mi
pesar, siempre intuí que no me amaba. Me daba cuenta que mis infinitos
esfuerzos por complacerla y conquistar su cariño eran en vano. No
obstante, no podía evitar pensar que algún día me querría. No es que no
se ocupara de mi. Cumplía estrictamente todos y cada uno de los deberes
que el protocolo de una buena madre indica. Jamás me faltó un plato de
comida, ni una visita al pediatra y menos aún una vacuna.
Presenció
todos y cada uno de los actos escolares en que participé, eso sí, jamás
la vi emocionada. No me miraba como las otras mamás miraban a los otros
niños. Mi padre y mi abuela –concientes del encubierto abandono
materno- trataban de mitigar mi dolor con un amor desmedido. Como si un
amor, cualquiera fuere, pudiese llenar el vacío infinito que deja la
ausencia de otro. Sentía que jamás podría estar a la altura de mi
hermana, o mejor dicho, del recuerdo que mi madre tenía de ella.
Trataba
por todos los medios de complacerla, tenía una imperiosa necesidad que
se sintiese orgullosa de mi, pero más aún de sentir que me amaba. Al
morir mi abuela y luego mi padre, el desamor se hizo mucho más tangible y
doloroso. Mis esfuerzos por sentirme querida se redoblaron, hasta que
un día y sin saber cómo, dejó de importarme que mi madre no me quisiese.
Pasé mi juventud sola, pero más relajada.
Ya
no hacía esfuerzos por agradarle, ni por estar en el mismo plano que un
fantasma idealizado e inalcanzable. Por extraño que parezca me sentía
más tranquila. Por primera vez en mi vida era verdaderamente yo y no la
imagen que fabricaba de mi para ser aceptada. Ella no notó la
diferencia, o si y no le importó. O lo que es peor aún, la notó y se
sintió liberada de tener que cargar con una hija que deseaba ser amada,
no se, no importa ya.
Mi
madre seguía cumpliendo al pie de la letra sus deberes. Me acompañó
cuando recibí mi título en la facultad, me ayudó a elegir mi vestido de
novia y estuvo junto a mi en el altar. En todas y cada una de esas
oportunidades sin un atisbo de emoción en sus ojos. No es fácil vivir
con desamor, pero uno se acostumbra. Nada reemplaza el amor de una
madre, pero no es imposible vivir sin él, no en mi caso. Más de una vez
quise justificarla.
Llegué
a pensar que era lógico no poder amar, luego de sufrir como ella lo
había hecho. Pensé también que su falta de amor se debía al lábil
equilibrio en el que se manejaba su cordura. Llegué a sentir pena por
ella, otras veces rabia, pero luego todos los sentimientos dejaron paso a
la indiferencia. Sin notarlo, sin quererlo, sin proponérmelo, hice casi
lo mismo que hizo ella. Mi madre jamás me amó y yo, comencé a dejar de
amarla.
Ya
no me importaba ver su expresión ayuna de todo sentimiento. Hoy estoy
aquí, tomando su mano tan fría, tan sin vida, como había sido nuestro
vinculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario